El Gobierno de Mariano Rajoy anunció ayer un conjunto de medidas económicas de orientación política y eficacia a medio plazo discutibles. En síntesis, consisten en un recorte presupuestario de 8.900 millones (definido por la vicepresidenta primera Soraya Sáenz de Santamaría como "el inicio del inicio" de los ajustes) y una subida de impuestos que proporcionará a las arcas públicas un total de 6.200 millones. La justificación de un ajuste tan duro, probablemente el más drástico del que se tiene memoria desde 1975, es que el déficit público de este año, que debería ser del 6% para cumplir los compromisos con la CE, llegará en realidad al 8%. Es necesario, pues, un recorte adicional del gasto (que continuará en marzo, cuando se aprueben los nuevos Presupuestos Generales del Estado para 2012) y una subida de impuestos, permanentemente negada por Mariano Rajoy durante la campaña electoral y su discurso de investidura, para cubrir el agujero de las cuentas públicas.
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Poco hay que objetar a que un Gobierno aplique un recorte fiscal (más impuestos, menos gastos) de gran envergadura si se aprecia una desviación importante en el objetivo de déficit; la estabilidad de las cuentas públicas fundamenta la credibilidad de los mercados que deben refinanciar la deuda española. Cuanto antes se haga, mejor. Pero lo que es menos aceptable es que los nuevos ministros se hagan de nuevas y rasguen sus vestiduras a propósito de la situación de los ingresos y los gastos públicos. La extrema debilidad financiera de las autonomías gobernadas por el PP era un indicio suficiente para conocer la raíz del problema; el traspaso ordenado de poderes dio cuenta exacta del estado de la cuestión, que los dirigentes del PP afirmaron enfáticamente conocer durante la campaña electoral. Si alguna duda cabía, ahí está el informe del comisario europeo Olli Rehn que cuantifica el ajuste de las cuentas españolas en unos 41.000 millones hasta 2013. Es una referencia inexcusable.
Así pues, la primera conclusión política causa desasosiego. Rajoy prometió llamar al pan, pan y al vino, vino. Sin embargo, a la primera oportunidad, su Gobierno ha venido a hacer buenas las acusaciones del candidato Rubalcaba en el sentido de que los populares planeaban un drástico ajuste que se negaba a desvelar.
Contradicciones
Cuando se entra de lleno en las decisiones del Consejo de Ministros de ayer, se aprecian notables contradicciones entre el propósito perentorio de un ajuste radical y algunas medidas concretas. La congelación salarial de los funcionarios y la limitación de las reposiciones de personal van en esa dirección. Se puede entender la pequeña revalorización de las pensiones (1%), pero en absoluto la recuperación de la deducción fiscal por vivienda en propiedad.
Se confirma así uno de los peores temores sobre la política económica esperada de este Gobierno: pretende recuperar empleo estimulando la formación de otra burbuja inmobiliaria. La decisión implícita favorece el empleo precario, en un intento de tapar rápidamente con puestos de trabajo de aluvión un mercado laboral que va a empeorar gravemente en 2012.
Un recorte presupuestario de esta naturaleza e intensidad conduce indefectiblemente a una recesión prolongada. Lo que se esperaba de un Gobierno que ha repetido hasta la saciedad que saben "lo que hay que hacer" es que combinara un ajuste obligado, tan radical como el que ahora expone, con la búsqueda de opciones de inversión pública que permitieran estimular la demanda. Pero nada de eso aparece, ni siquiera se insinúa, en las decisiones económicas de ayer. El recargo en el IRPF y la subida del impuesto de bienes inmuebles (IBI) sugieren, por el contrario, que el equipo económico ha optado por unos parches apresurados, para cubrir las urgencias del déficit, y hacerlos pasar por una reforma fiscal. Es, exactamente, lo que hizo el Gobierno anterior y suscitó las críticas inmisericordes de los ortodoxos de la tributación.
Remiendos tributarios
El recargo en el impuesto sobre la renta no es una "tasa de solidaridad", como se pretende, sino una exacción de las rentas medias. Son las rentas salariales las que pagarán la supuesta "solidaridad" (concretamente unos 4.200 millones de los 6.200 previstos) mientras que las rentas del capital apenas aportarán 1.200 millones. El ministro de Hacienda sin duda sabe de sobra que las rentas que grava el IRPF son salariales, incluso las más altas, y que es en las rentas del capital donde habría que extraer los ingresos de "solidaridad". Y, por supuesto, de la lucha a brazo partido contra el fraude fiscal.
El nuevo Gobierno parece demasiado apegado a las fórmulas tradicionales de remiendo y parcheo. Con la prudencia que requiere la delicada situación de la economía española, atrapada entre una recesión que requiere un estímulo intensivo de la demanda y el imperativo de recortar el gasto público, la contradicción solo podrá resolverse con una reforma fiscal en profundidad (y, por supuesto, con menos fraude fiscal). Pero esa reforma no puede utilizar el IRPF ni sociedades, sino un impuesto con gran capacidad recaudatoria como es el IVA. Probablemente bastaría con simplificar todos los tipos actuales del impuesto en el 17% o 18%, eliminando los tipos reducidos y superreducidos, para cubrir progresiva y rápidamente el déficit y, al mismo tiempo, reducir la carga de las cotizaciones sociales. De manera que también podría incentivarse la creación de empleo con estímulos más eficaces que las triviales rebajas en impuestos secundarios patrocinadas por Rajoy.
Para el ciudadano, el primer mensaje tangible del nuevo Gobierno es inquietante. Antes de llegar al poder, se comprometió a favorecer la inversión y el empleo, en contra de todas las evidencias conocidas de un ajuste imperativo del gasto, y ahora se descuelga con un recorte demoledor (aunque obligado), una subida tributaria poco equitativa y, al fin, una promesa de recesión. No basta con transmutar verbalmente los tijeretazos en reformas, porque no lo son. Rajoy debe a los ciudadanos una explicación; ayer no fueron suficientes cuatro ministros para pergeñar una.